domingo, 29 de agosto de 2010

EL MENDIGO DE CRISTO


En los listados de Personas que estuvieron en la Cárcel de Cuenca por motivos ideológicos (Causa General de Cuenca, Leg. 675, Exp. 2, pp. 7-39) en el número 1316 (p. 26) leemos “Pedro Romero Espejo, Ingreso: 6-6-38 / Salida: 4-7-38 / Observaciones: Fallecido”. La figura de un hombre alrededor de los 70 años, extremadamente delgado, con aspecto de cara dura y vestido con una sotana raída, representa cadáver ante los responsables de la cárcel. El médico certifica su defunción causada por una “enteritis tuberculosa” (Cf. Acta de defunción, Reg. de Cuenca, Sec. 3ª, T. 44, F. 300, Nº 599; pero a la hora de hacer su registro nadie sabe dar razón de su identidad. Trabajadores de la cárcel dicen que lo han visto vivir en medio de las calles de Cuenca con un libro en la mano, la sotana raída y un rosario. Que vivía de la caridad, se alojaba debajo del puente como cualquier mendigo, y que rezaba y mascullaba rezos debajo de los árboles del parque. Otro empleado comenta que la policía lo trajo a la Cárcel abierta en el Monasterio de las Descalzas por rezar por la calle el rosario y libros de rezos y porque los niños le tiraban piedras al verle hacer esas cosas. Uno de los funcionarios recordó que hombre de Rubielos Bajo lo acompañaba. Buscado este dijo llamarse Gabriel Lozano, y que el difunto era el P. Pedro Romero Espejo, del Convento de los Redentoristas de San Felipe de Cuenca. Que le conocía desde hacía años, pues había acompañado al Sr. Obispo de Cuenca hasta su pueblo en la Visita Pastoral. Pidió le dejaran amortajar el enjuto cadáver con la sotana, cosa que le permitieron.

Mientras lo amortajaba pudo recordar lo que el propio P. Romero le contó de su vida desde que salió del convento: “cómo salió del Convento de San Felipe por obediencia y se refugió como anciano en el Asilo de las Hermanitas de los Pobres. Allí pasaba inadvertido entre los ancianos y además podía celebrar misa. Pero como le pesaba la conciencia estar escondido en aquel paraíso mientras en Cuenca se necesitaba más que nunca la ayuda sacerdotal; por esa razón desafiaba el peligro, salía a la calle atendiendo la llamada de quienes le reclamaban para atender enfermos, oírles en confesión, dar la comunión … Cómo el Asilo de las Hermanitas quedó bajo el control de los milicianos en agosto de 1937 y él fue a refugiarse a una casa amiga; allí iban a buscarle hasta que fue delatado. En el Gobierno Civil lo trataron con corrección y quedaron impresionados de su coherencia, por lo que lo incluyeron en la Asistencia Social y lo internaron en la Beneficencia. Allí no podía aguantar las blasfemias y los ataques a Dios, por lo que decidió salir de allí. Le ofrecieron sacarlo de Cuenca, pero lo rehusó. Comenzó a vivir en medio de la calle, con la cruz al pecho descubierto, el rosario en la mano y el breviario debajo del brazo, como un misionero mendigo. No quiso desde ese momento comprometer a personas caritativas que le ofrecían techo; no quiso someterse a controles; quiso vivir su consagración misionera como un claro signo de fe en medio de una ciudad en la que habían desaparecido los signos religiosos. Él que no pudo ser misionero en los momentos más fáciles por su conciencia estrecha y sus pocas cualidades para ello, lo fue en los momentos difíciles en que la Iglesia había pasado a las catacumbas. Su edad y su aspecto pordiosero fueron sus aliados. Y por ser misionero en la Cuenca de la persecución religiosa su salud se agravó y sus huesos terminaron en la cárcel, donde a los pocos meses de ingresar pudo celebrar su perseverancia en la vocación recibida.

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